Nunca antes conté esta historia porque sé que no me habrían creído. No me incomoda. Sin embargo, hoy desperté con el recuerdo y lo escribí. Tampoco espero que me crean ahora, pero igual lo voy a contar.
Sucedió hace algunos años, durante el festival que se realiza en Nayarit en honor al poeta Amado Nervo. Como parte de la celebración se invitó a los interesados en la creación literaria de distintos estados de la república a un taller de narrativa impartido por el escritor Guillermo Samperio. Pensé que sería una gran oportunidad para aprender del famoso cuentista, así que me inscribí al taller que duraría cinco días y se realizaría en Tepic, la capital nayarita.
Misteriosa
El curso-taller se desarrolló con normalidad, atendiendo y practicando las sugerencias que el escritor nos daba a los aspirantes a cuentistas. Por mi parte, además de aprender, aprovechaba cualquier instante para tomar fotografías de todo y de todos. Fue así como descubrí que entre los asistentes al taller había una chica hermosa. Durante los dos primeros días no pude presentarme ante ella, ni saber cómo se llamaba; portaba un gafete que la identificaba colgado al cuello, pero el nombre era pequeño y los mechones de su rubio cabello ayudaban a ocultarlo. No fue sino hasta el tercer día que conocí su nombre cuando antes de plantear una pregunta al famoso tallerista se presentó como Lidia. Entonces supe que no era el único sorprendido con el encanto de la rubia pues descubrí que varios hombres la miraban fascinados mientras ella hablaba. “Le explicas tú o le explico yo” bromeo conmigo Juan, un joven nayarita sentado a mi lado con quien hice amistad durante el curso.
Debo aclarar que la señorita mostraba agudeza, elocuencia y gran interés en aprender, por lo que no era solo belleza lo atrayente en su persona.
Al cuarto día se requirió trabajar por equipos, así que Juan y yo nos cambiamos de lugar para trabajar con ella, con Lidia. Resultó ser muy simpática y sociable, así que conversamos con confianza. Al final de esa jornada los organizadores del taller nos informaron que al siguiente y último día de trabajo nos trasladarían en autobús hasta el puerto de San Blas, ubicado cerca de Tepic, para presentar los productos finales.
San Blas
Camino al puerto de San Blas, Lidia, Juan y yo viajamos en asientos cercanos por lo que pudimos conocernos un poco más conversando sobre el contenido del curso y de nuestras experiencias iniciales como cuentistas…por alguna razón evitamos entrar en detalles personales.
Al llegar a San Blas, entre el calor y la belleza de la antigua aduana, edificio que nos hospedó, escuchamos las últimas orientaciones de Guillermo Samperio. Después de unas horas terminamos de escribir y presentamos los relatos creados. Aplaudimos nuestros cuentos con ánimo así que las risas y la buena vibra se hicieron presentes.
Para cerrar con broche de oro los organizadores nos trasladaron hasta un restaurante en la playa “El Borrego” del mismo San Blas. Allí nos deleitamos con deliciosos platillos a base de camarones y el famoso pescado zarandeado, típico de la región. También bebimos aguas frescas, limonadas, cervezas y licores. Capturé todo momento con mi cámara fotográfica.
Después de comer nos acomodamos en círculo y empezamos a convivir entre los más de veinte aprendices de escritor. Todo era felicidad al compás de historias, canciones y anécdotas. Intercambiamos números de celular, correos electrónicos y cuentas de redes sociales con la promesa de comunicarnos después. Al buscar a Lidia y Juan no los encontré. Pensando el momento exacto en que se “perdieron” creí que había sido justo antes de mover las mesas y sillas para formar el círculo. No le di importancia al suceso y seguí departiendo con los demás, de cualquier forma nos encontraríamos de regreso a Tepic.
Justo cuando nos anunciaron que faltaba poco tiempo para la retirada del puerto llegó Juan, estaba mojado y un poco pálido. Le pregunté qué le pasaba pero tardó en recuperarse. Con una voz disminuida por el miedo me contó, mientras nos apartamos del grupo, que Lidia NO era quién creíamos. Pidiéndole que se explicara mejor, le ofrecí una bebida que se tomó de un sorbo. Entonces me comentó lo ocurrido.
Resulta que Lidia y él se habían retirado después de comer con la propuesta de llevarla a conocer un faro cercano al restaurante que a esas horas se encontraba solo. Cuando llegaron al lugar, él la tomó de la mano e intentó conquistarla mientras disfrutaban de la brisa marina y contemplaban un hermoso atardecer. Viendo al horizonte ella dijo que hacía muchos años “que no se permitía” entrar al mar; él, sin entender la revelación, la animó a hacerlo. Descendieron por las rocas que guardan al faro y caminaron despacio, bajo el canto de las gaviotas. Antes de entrar al mar Juan acarició los hombros de Lidia y tomándola de la cintura intentó besarla. Ella, risueña y coqueta evadió sus labios y lo retó a meterse al agua prometiéndole un beso si lo hacía. Juan entró de prisa. La rubia lo miraba desde una piedra mientras esquivaba las olas que amenazaban con tocarle sus pies. Él nadó un poco y se zambulló. De repente y sin avisarle emergió jalándola de los pies para meterla al mar. Ella se levantó turbada y sin tiempo de decir ni media palabra, porque mi amigo la abrazó para cobrarle el beso. Él cerró los ojos para disfrutar los labios de Lidia, pero el gusto le duró solo un instante. De inmediato sintió como se le escurría de sus manos. Aturdido abrió los ojos y buscó a la chica sin encontrarla. Se arrastró hasta la orilla tallándose la cara para recuperarse de la impresión. Enseguida escuchó las potentes y agudas risas de ella que, nadando con los senos al aire iba y venía libre entre las olas del mar que de pronto lucía agitado. Creyendo que deliraba la miró avanzar con la velocidad de un pez, de una sirena. De pronto se escuchó un ruido ensordecedor producido por las olas y la algarabía de las gaviotas que parecían celebrar algo. Aterrado se puso de pie para comprobar que era una aleta y no piernas y pies lo que la mujer tenía bajo la cintura. Entonces se dio media vuelta y corrió sin detenerse hasta llegar al restaurante en que nos encontrábamos.
Cuando terminó su relato quedé atónito. No hice preguntas. Solo atiné a ofrecerle otra bebida mientras lo veía aún agitado. Minutos después vimos pasar a Lidia en silencio y envuelta en una toalla rumbo al vestidor del restaurante. Iba descalza y cuando sintió nuestra mirada volteó sonriente y nos saludó con una mano mientras con la otra sostenía la toalla. Luego de un instante salió vestida y subió al autobús, tan hermosa como siempre. Después de que subieron los demás los seguimos y nos sentamos. Juan me pidió que nos acomodáramos en la parte delantera, lejos de Lidia que se había sentado en un lugar al fondo; enseguida me dijo que le dolía la cabeza y pronto se durmió o al menos fingió hacerlo cerrando los ojos. En el camino de regreso a la capital los compañeros siguieron con el mismo alboroto del restaurante. Entre los aplausos, canciones y gritos de todos, las risas de ella eran por mucho las que más se escuchaban.
Cuando llegamos a Tepic bajamos del camión de prisa y nos despedimos de los demás, él y ella se evitaron.
Ese día no pude dormir, pero no tanto por la historia de Juan que bien pudo ser una mentira o alucinación. No dormí debido a que al encender mi cámara y mirar las fotografías no conseguí encontrar una sola donde Lidia apareciera.
Dedicado a la memoria de Guillermo Samperio (22 de octubre de 1948 – 14 de diciembre de 2016) en el primer aniversario de su fallecimiento.
1 comentario en “La Sirena de San Blas”
¡Wow, buena historia!