¡Vamos a la playa, oh, oh, oh, oh, oh!

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Cuando era niño me gustaba mucho viajar en auto con mi familia, especialmente desde Tepic hasta el municipio de San Blas. Recuerdo que mi hermano se mareaba y prefería dormir todo el camino para evitar las náuseas que le provocaban las interminables curvas desde el poblado de El Ahuacate hasta Santa cruz de Miramar, pasando por El Izote, Venustiano Carranza (“El Gringo”), La Yerba, Jalcocotán y Tecuitata.

En cambio, yo me divertía con las sacudidas de cuerpo que exageraba en las curvas más pronunciadas, si es que íbamos en coche, o llevando la cara de frente al viento si viajábamos en una camioneta con redilas porque entonces yo prefería ir en la parte trasera bien agarrado de las tablas y con la boca cerrada para evitar comer insectos, o bien abierta de tanto en tanto, para cantar aquella canción de Righeira o los Joao, que muchas familias nayaritas hicieron himno de cada domingo en que a los padres se les ocurría asolearse un poco…“¡Vamos a la playa, oh, oh, oh, oh, oh!”.

Tanto de ida como de vuelta me gustaba imaginar que los platanales y palmeras eran indios y apaches que me perseguían, como en las películas, y que de repente lanzaban flechas que yo tenía que esquivar. A veces extendía mi brazo de prisa, para evitar regaños de mi mamá, pero alcanzaba a tocar las ramas y hojas de la densa vegetación que significaban los golpes que yo soltaba a mis perseguidores. El tiempo se me iba de prisa y solamente paraba mis juegos al pasar por Jalcocotán para exigir un tejuino, raspado de vainilla o una nieve de limón, si es que apenas íbamos; o un elote cocido o bollito de pan de plátano si ya regresábamos.

Con el mar también me divertía y dependiendo la playa cambiaba el juego. Si era en la playa de la Manzanilla primero jugábamos un rato en la arena, ya fuera con un balón o con esos luchadores de plástico que muchos niños de los noventas tuvimos, con pose del Santo, el enmascarado de plata, con una mano arriba y otra abajo, como a punto de agarrar de frente al oponente para aplicarle una quebradora en pleno charco que formábamos en la arena. Pero si era en los Cocos corríamos primero al “Agua Dulce” con la cámara de llanta que mi papá siempre nos inflaba, después nos metíamos al mar a jugar a darle de puñetazos a las olas, cual caballero del Zodiaco. Si íbamos a la playa de Matanchén podíamos corretearnos libremente tirándonos arena, hasta que mi papá venía a regañarnos. En las Islitas, podíamos caminar de frente al mar, hasta el cansancio y el agua solamente nos llegaba cuando mucho a la cintura, así que hasta mi hermanita podía meterse sin tanto pendiente. Y así pasábamos parte del día sin más pendiente que no quitarnos la camisa, a menos que quisiéramos llorar en la noche cuando hasta las sábanas nos recordaban que nos asoleábamos en exceso, cosa que de todas formas casi siempre ocurría.

Solamente a la hora de la comida parábamos un poco nuestra diversión, ya fuera que nosotros lleváramos algo preparado, sobre todo para mi hermano a quien no le gusta el pescado ni los mariscos, o que nos dirigiéramos a los restaurantes que se ubican bajo las ramadas de las playas mencionadas o en la playa de Borrego en San Blas, o la zona de Miramar; por mi parte siempre enfrentaba el dilema de saborear unos ricos camarones y tener que esperar sentado para reposar un poco antes de correr de nuevo al mar, o aguantar el hambre hasta el límite, pero seguir correteando y jugando con mi hermano, o mis primos o amigos, que ocasionalmente viajaban en caravana junto a nosotros.

Recuerdo también que al pasar por la franja que va desde la Tobara, hasta los Conchales en San Blas, nos impresionaba ver las ramas del mangle que aún hoy forman una cárcel impenetrable para los enormes cocodrilos que habitan la zona. Al pasar por ahí era preciso abrir bien los ojos y gritarle a mi hermano que “tú por ese lado y yo por este” para ver si veíamos uno de los sorprendentes reptiles.

Y sobre todo mis papás siguen recordando que tenían que decirnos al menos una hora antes que debíamos salir del agua, primero del mar, para ir a quitarnos la sal del cuerpo en las aguas del balneario “Los Tepetates” y después de allí para regresar a nuestra casa.

Días soleados y hermosos de mi hermosa niñez.

Todo eso lo recuerdo perfectamente cada que viajo a San Blas y aunque ahora prefiero viajar por la autopista por aquello del tiempo que con el paso de los años parece que se acorta cada vez más, pero de repente aún con eso, al manejar mi auto sigo mirando por la ventana o el retrovisor, esquivando los flechazos que me lanzan las palmeras o los platanares, por el simple regocijo de sentirme nuevamente niño.

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