Fanfarrón

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Entre las personas que menos tolero están los fanfarrones. Había uno que encontraba con frecuencia, aunque creo que ya no le veré más.

El lugar de nuestros encuentros ocasionales fue un modesto gimnasio a borde de calle, situado dentro de una unidad deportiva, al aire libre, con la mayoría de aparatos desvencijados, obsoletos u ocupados en las tardes por niños que los usan de columpio o sube y baja, o por sus mamás que descansan sin soltar el aparato, mientras se ponen al tanto de los últimos capítulos de sus telenovelas y una que otra “noticia” sobre sus vecinas.

Ese día de la última coincidencia con el tipo indeseable, como aún era temprano en el lugar solo habíamos cuatro o cinco hombres. Don fanfarrón llegó en silencio, luciendo una de sus muchas camisas sin mangas, moreno, alto, de entre 40 y 45 años de edad y algunos kilos de sobra, con caminar altivo y risita burlona, que al menor descuido se quitaba la camisa, sumía el estómago y empezaba a hacer contorsiones para lucir los músculos, escuchando en su mente, seguramente, los gritos de cien muchachas que se desmayaban mientras lo admiraban. Como esa forma de proceder era parte de su rutina, cuando ocurría los demás solíamos mirarnos,  encoger los hombros y seguir con lo nuestro.

Por cierto que a unos cuantos metros de ese gimnasio se imparten clases de zumba, así que las primeras asistentes empezaban a llegar.

De pronto el silencio se rompió con las voces y risas de un grupo más numeroso de mujeres que venían por el lado norte de la calle contigua a la unidad deportiva. Don fanfarrón se apresuró y se despojó de la camisa, y se volteó hacia la calle. Solo basta cerrar los ojos y lo veo de nuevo: se prepara, sume el estómago, se retuerce y posa cual fisicoculturista en desfile y…tan grande es el destino o tan chica la ciudad, que por el lado sur de la calle aparece primero una camioneta llena de trabajadores de la construcción, coladores para ser más precisos, que con besos tronados, chiflidos y gritos de burla hacia el fanfarrón (“¡Adiós guapo!”, “¡qué fuertote!) provocan las sonrisas ahogadas de nosotros los hombres y las carcajadas abiertas de las muchachas que alcanzan a observar el imborrable cuadro.

Lo que vino después fue lo mejor porque apenas pasó la camioneta y las jóvenes llegaron a su clase de zumba: Don fanfarrón se convirtió de pronto en Don colorado, aflojó el estómago, tomó su camisa y se retiró del lugar…tal vez de la ciudad, quizá del país.


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